Hace
12 años, que visité por primera vez las catacumbas de los capuchinos de
Palermo. Había visitado también años antes, el cementerio de los
capuchinos de Roma que me resultó fascinante, por su proximidad a la
muerte, la relación macabra, desacralizada de los cuerpo muertos de los
religiosos, convertidos en formas decorativas y ornamentales de las
criptas y pasillos del recorrido, a su vez extremadamente espiritual por
esa reflexión de polvo al polvo. En esa primera visita en Palermo, en
enero de 2007, invierno, la soledad de la soltería y sin hijas, en el
silencio que aporta viajar cuando nadie ni nada depente de ti, tuve
ocasión de pasearme prácticamente sola por las largas galerías
subterráneas de las catacumbas de los capuchinos. Su suelo de cerámica
siciliana (parecidísima a la cerámica valenciana de Manises), pisado
repetidamente por los curiosos, los religiosos, los palermitanos,
durante décadas, iban lastimándolo, pero dotándolo de ese aspecto
anciano y hermoso de los suelos antiguos.
En ese silencio pude mirar
esos restos colgajosos, polvorientos, descarnados, y secos de ojos
hundidos, y ropas raidas, de los centenares de cadáveres expuestos de
cicudadanos de Palermo, en su gran mayoría del s. XIX. Monjes,
sacerdotes, hombres y mujeres y niños, bebés. Me venía a la mente todo
el amor, odio, hambre, sueño y experiencias que todos ellos habrían
sentido en vida, y allí estaban, esos restos que ya nada tenían que ver,
y que para los vivos debieran tener mucho sentido. Me paré frente a una
mujer, tendida en su nicho, a la altura de mis ojos. Llevaba una
polvorienta cofia con delicados bordados y flores de tela y un vestido
blanco y raido con bordados en el cuello y puños. Su cabeza girada hacia
mi por la pérdida de consistencia en las cervicales. Su rostro reseco y
cadavérico. Posiblemente era el cuerpo de una adolescente. Me sentí
conectada en ese momento. ¿Por qué nos preocupamos tanto por
insignificancias?, Cuando sientes miedo, ira, desconcierto, apego... me
viene a la mente este momento, estas reflexiones de catacumba, y si no
siempre me sirven de respuesta a mis procesos, siempre me sirven para
recordar que en eso nos convertimos, y que vivir desde la alegría, el
hacer las cosas desde el corazón, desde la integridad, desde la paz
interior de estar alineadas nuestras acciones y pensamientos, es el modo
en el que hay que vivir. Lo trascendente ocurre en lo vital y ese
esfuerzo por saborear nuestra vitalidad no debe basarse en lo
transitorio, esos huesos, polvo y polillas del futuro, sino en la
corriente de la eternidad, que no podemos ver, pero podemos intuir y
experimentar.
En
esta ocasión, verano de 2019, las catacumbas, eran un tunel de lo
macabro donde los turistas, y a pesar de la prohibición, se realizaban
fotos con los cadáveres, parloteaban, y se acumulaban en filas. Pero yo
seguía experimentando esa reflexión, mientras mi hija Jade repetía
conmigo, ellos también han llorado, también han amado...
Fotos fuente: Google
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